viernes, 18 de febrero de 2011

La verdadera historia.

Cuando nací mi padre ya no se recogía en el pelo en una coleta ni mi madre hacía yogurth casero, pero aún quedaban muchos signos de la familia hippie-alternativa que idearon antes de casarse.
Recuerdo que mi madre tenía una larga trenza negra, y mi padre una larga barba del mismo color. Las revistas de Quercus formaban una bonita colección arcoiris en el mueble del salón, en el tocadiscos ponían Los Beatles a ratos con Paco Ibáñez.

Recuerdo perfectamente el listado de recetas enmarcadas en la pared de la cocina para cuando faltaba la imaginación, todas las recetas con un eje común... recetas vegetarianas... En mi casa los pucheros se hacían sin carne, vegetarianos de corazón.

Cuando se volvió a quedar embarazada el médico le repetía a mi madre que un tendría un bebe delgado y débil, que debía comer carne. Nació un precioso melón de tres kilos y medio, gorda como diminuto Budha.

Más tarde el pediatra le decía a mi madre que me diera carne, que tendrá problemas de crecimiento. Nada amedrantaba su voluntad, "Mi hija es vegetariana igual que nosotros somos vegetarianos..."


 Pero igual que no puedes elegir la religión o las inclinaciones políticas de un hijo tampoco mi madre pudo con mi alimentación, y en cuanto tuve la oportunidad de atreverme a desafiar a mis padres me lancé sobre mi primer plato de delicosas manitas de cerdo.

Yo tenía como 15 meses y la verdadera historia es que yo, como de costumbre, andaba dando vueltas por bar de siempre bajo la atentísima mirada de mis padres (bazinga), yo como era  muy amiga del típico camarero supergordo me metía en la barra y la cocina cuando quería.
Un día sentada sobre las rodillas de mi simpático camarero gordo mientras él comía manitas de cerdo sucedió lo inevitable... metí las manos en el plato y empecé a chuparme los dedos... diez minutos más tarde me estaba zampando mi primer cerdo a escondias de mis padres.

Desde entonces cada vez que yo entraba por la cocina me daba algo de carne, empecé a frecuentarla cada vez más y con el tiempo a no salir de ella.

Cuando crecí un poco más también empecé esconderme para comer chorizo picante en la charcutería de mi tíos, pero el choped y el pavo que merendaban mis vecinos no me gustaba nada...

Por supuesto mis padres acabaron por rendirse y llevé a toda mi familia al lado carnívoro de la vida. Mi hermana era la única que lo siguió pasando mal durante muchos años, sobre todo cuando de viaje familiar, yo señalaba a los cerdos por la ventanilla gritando "¡¡Mira eso es jamón y caña de lomo!!"


Hija de hippies da para contar muchas anécdotas, comer chucrut, los botes de kefir en el armario, o veranear desnudos en medio de un paraiso al que luego llamaron Bolonia forman parte del collage de recuerdos de una familia con pantalones de campana y perro gigante.

El tiempo lo cambia todo, pero mis padres siguen siendo los más guays del patio del colegio.

Un día contaré la historia de los once melones, y su segunda parte: Once melones y una sandía.

5 comentarios:

  1. me encanta conocer tus historias...

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  2. jeje, son geniales...
    y la de los once melones (si creo q es la q creo...) tambien es genial...

    pd...aunq no se cuantas historias de melones puede haber en tu familia..

    un besazo

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  3. once melones = 1 historia

    once melones + 1 sandaí = otra histoaria

    XD

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  4. odio que me pongan que menta unas letritas pa confirmar el comentaio!!!

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  5. pues yo odio que me pongan que fresa unas letritas pa confirmar el cometario!!!

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